(Lady of Two Lairds)
Ai Press
Género: Menage a trois / histórico / Highlanders
Largo: Novela
eISBN: 978-1-937796-69-3
Word count: 68000
Arte de la cubierta: Les Byerley
Order eBook: Kindle
Calificación sensualidad: 4 llamas-Las historias tienen escenas de amor frecuentes que son explícitos y se describen utilizando el lenguaje gráfico y directo.
Una mujer. Dos rudos y guapos highlanders. Ella ama a los dos. Afortunadamente, ambos están dispuestos a compartirla…
Leda MacGregor ha albergado un amor secreto por el apuesto Laird Duncan desde que tenía dieciséis años. Cuando este la culpa de la muerte de su esposa, ella se vuelve hacia su hermano Ian para que la consuele y encuentra que su corazón es capaz de amar a dos hombres.
Ian MacGregor sabe que su corazón pertenece a Leda, su amiga de la infancia. La desea con más fuerza que a cualquier otra mujer que ha conocido. Sin embargo, se debate entre el deseo de su corazón y el curso que su vida debe tomar. Cuando por fin es libre de amar a Leda, son separados por un cruel engaño.
Duncan MacGregor aprende cuan poderosa es la fuerza del perdón de Leda y con el paso del tiempo su amor por ella crece, deseándola de una manera que nunca creyó posible. Cuando su hermano le rompe el corazón, la toma para él. Entonces el destino trae a Ian de regreso, y aun la ama…
Una mujer. Dos rudos y guapos highlanders. Ella ama a los dos. Afortunadamente, ellos están dispuestos a compartirla…
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La poderosa presencia de Duncan llenó la habitación. Lo sintió escabullirse detrás de ella. Las manos fuertes del Laird se cerraron con suavidad pero con firmeza en sus caderas. El calor de sus manos quemaba por debajo del fino algodón de su camisa de dormir, presionando en su suave carne con fervor posesivo.
El momento que había anhelado durante años había llegado.
—Phyllida. —El aliento de Duncan acarició un lado de su cuello, haciendo que sus párpados cerrados revolotearan. Se puso de espaldas contra él, deslizando sus manos por sus caderas, a través de la suave redondez, femenina de su vientre. Sus manos se posaron en su pecho, los dedos índices de cada mano rozaban peligrosamente cerca de la parte inferior de sus senos.
Leda se permitió descansar contra él. Se deleitó con la dura protección masculina de su cuerpo presionado su espalda. Duncan la hacía sentir tan segura y cálida. Sus ojos se abrieron cuando la dureza de su erección empujó en la hendidura entre sus nalgas. Su respiración se profundizó y posó sus manos sobre él, permitiendo que sus dedos exploraran el calor de su piel, las venas, y el oscuro cabello rizado de sus fuertes manos. Su aliento, ahora ronco y desigual, latía en sus oídos, convirtiéndose en promesas eróticas. —Duncan, te he fallado. Lo siento mucho—. Ella comenzó a llorar.
—Calla ahora —le dijo.
En silencio, miró por la ventana abierta a los árboles y al césped. A lo lejos, colinas verdes bajaban por el lago Garmond en los confines de la cañada.
Mi hermosa Leda —susurró Duncan—. Te perdono—. El tenor de su ronca voz, más potente que el mejor whisky, envió acaloradas emociones a través de sus pechos, su corazón dolía con la liberación de su culpabilidad. Su perdón fue más dulce, más curativo que un bálsamo. Poco a poco, tentativamente, deslizó su palma hacia arriba, por su pecho, a las suaves ondas…
Leda se sentó de golpe, su pecho jadeaba. Hundió la palma de su mano en la frente, recuperándose. Había tenido sueños similares sobre Duncan en los últimos cinco años, y siempre la sacudían. Pero ninguno tan intenso como este.
La húmeda brisa del verano, flotaba por la ventana abierta, levantando suavemente las cortinas de gasa blanca. El temprano rosa de la salida del sol se mostraba por encima de las distantes colinas.
Su sexo seguía pulsándole con la locura del sueño y sus pezones hormigueaban contra de su camisón. Las sensaciones la llenaban de culpa. A causa de su incompetencia, Duncan había enterrado a su amada Caitlynn y a su hijo muerto el día de hoy, y ella, Phyllida, ni siquiera tenía la decencia de parar sus románticos deseos -no, su lujuria- hacia el miembro del clan que había amado en secreto durante años. Especialmente cuando fue por su culpa que Caitlynn murió.
Leda exhaló y volvió a caer sobre las almohadas, con el corazón encogido dolorosamente. Empuñó sus manos para que dejaran de temblar. Por enésima vez, repasó todas las posibilidades en su mente, viéndose a sí misma detener el flujo de sangre que había escurrido la vida de Caitlynn. Había empleado hasta la última gota de sus conocimientos de partera y de enfermería que su madre le enseñó. Sin embargo, la horrible sensación de que podría haber hecho más la atormentaba como una piedra bajo su piel.
Acomodándose más profundamente en la cama, se quedó mirando la salida del sol. La finca ya se sentía más oscura y sombría, sin Caitlynn, la hermosa mujer, que había traído luz y risas al sobrecargado laird lleno de responsabilidades. Cait había sido el fuerte contraste de su marido, quien llevaba todo el peso de sus responsabilidades. Duncan sorprendió a todos los que lo conocían en ese corto matrimonio, porque vivió cinco años llenos de risas que ahora había perdido.
Caitlynn se había ido, y Leda tendría que vivir el resto de sus días sabiendo que la había matado.
De repente, Leda recordó que Ian, el hermano menor de Duncan, estaría en casa esa mañana para el funeral. Ella e Ian tenían la misma edad y habían crecido casi toda su vida juntos. La idea de ver a su compañero de juegos infantiles y su mejor amigo, fue lo que la hizo sobreponerse y forzarse a sí misma a levantarse de las profundidades de su suave colchón. Calzó sus zapatillas y cruzó la habitación hacia su guardarropa. Abriendo bien las puertas, pensando en qué ponerse. No es que tuviera mucha elección. Había preferido como siempre el uniforme de todos los días: era una blusa, pantalón, suéter, y botas, a las faldas y vestidos.
A pesar de su tristeza, Leda sonrió espontáneamente ante los recuerdos que le vinieron a la mente. Caitlynn, que había sido la encarnación de la feminidad, había intentado una y mil veces, sin éxito, romper con su atuendo masculino. A pesar de que Leda se había sentido siempre como una boba junto a la esposa de Duncan, la ropa masculina la había protegido, manteniéndola invisibles a los ojos de los hombres, especialmente de Duncan. Si no la notaba, era mucho más fácil ignorar el hecho de que nunca podría devolver el cariño que guardaba a su tutor. Además, nadie podía montar a caballo, escalar montañas y árboles, y explorar las orillas de un lago en un vestido de té.
Audrey asomó la cabeza por la puerta. —¿Necesita una mano, Señorita Leda?
Leda sonrió a la mujer de mediana edad que si se preocupaba de la condición social. Antes de que su padre se perdiera en el mar en su barco de pesca, Leda había pasado los primeros años de su vida en una cabaña rústica en las Orkneys, y nunca había tenido una criada. Realmente había crecido acostumbrada a no ser atendida. —No lo creo, Audrey. Gracias.
Audrey frunció el ceño e irrumpió en el cuarto de todos modos. —Yo, no lo creo, Señorita—. En un soplo de faldas almidonadas, se dirigió a una cómoda y sacó un corsé y medias de color oscuro de un cajón.
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